Por María Cecilia Basciano, abogada y escritora

Apenas un ensayo (que no le hace justicia)

Unamuno escribió que la fe no es creer lo que no vemos, sino crear lo que no vimos. Algo parecido siento que sucede con el concepto actual de justicia. O tal vez, sería más correcto hablar de un proceso judicial, pero en fin, en uno u otro caso se concluye con la creación de algo por parte de quienes no vieron nada, que no formaron parte, que no estuvieron allí, en ese día, hora y minuto donde acaeció “aquello” que requiere de la aplicación de la justicia. Y aquí, nos enfrentamos a ese tan manoseado vocablo como un sinónimo de castigo, un castigo donde casi todos coinciden debe ser aplicado.

Pero insisto, nadie estuvo allí. Ninguno de los integrantes de aquel recinto que azarosamente (o no tanto) han sido designados para aplicar justicia, vieron o escucharon –de mano propia- absolutamente nada. ¡Perdón! ¡Por un instante caí en el mismo “error” que los que están en aquel lugar! Sí, una persona estuvo presente, el justiciable, el imputado, el juzgado, reo, procesado, acusado, caco, delincuente, malviviente, la variedad de palabras asignadas para nombrar a quien se lo juzga de cometer (aparentemente) un delito, se ha enriquecido con el correr del tiempo.

Es decir, tenemos un testigo directo de lo que sucedió, pero lamentablemente es aquella miserable persona. ¿Quién podría creerle? Solo basta mirarlo apenas de reojo, con un rápido vistazo, para comprender que “esa persona” no puede ser tenida en cuenta a la hora de crear lo que sucedió.

Pero vamos por más. ¿Alguien de los presentes en aquella audiencia judicial  quiere saber la verdad? Y sigo, ¿se puede saber la verdad? ¿Es eso posible? Mejor nos quedamos con el primer interrogante y nos hacemos los tontos en relación al resto, porque tendría que dejar de escribir y ya estoy entusiasmada. Entonces, la respuesta es no. Nadie quiere realmente saber la verdad. Porque la verdad que buscan se encuentra unida directamente a sus propios intereses. Abogados, jueces, víctimas, familias de víctimas e imputados, todos, de alguna manera reclaman su verdad, no la verdad.

¿Y es muy malo esto que suceda? No tanto, si no fuera por el castigo que sobreviene a esa creación de una realidad que nadie vio y sobre la que todos opinan de manera inobjetable.

Con total sinceridad, estoy convencida que el sistema judicial, como todos los sistemas cuando fracasan, es por sus engranajes internos. Se ha creado una maquina endemoniada de castigo, donde la banalidad del mal de la que nos habló Hannah Arendt se ha impregnado en cada tornillo que la hace “mal-funcionar”. Solo hay justicia si hay castigo y solo creemos que se pudo develar la descuajeringada verdad, si hay castigo. Caso contrario, caen sobre la justicia todo tipo de improperios y mensajes malignos. Justicia y pena (castigo), se han acoplado como sinónimos, y nadie puede ver lo peligroso que es haber llegado a este punto.

Y no hablemos de los roles, de los personajes autoasumidos que generan esa realidad inventada para arribar a una condena, si o si y a cualquier costo. “…sabía que tanto el bien como el mal son cosas rutinarias, que lo temporario se prolonga, que lo exterior se infiltra al interior y que a la larga la máscara se convierte en rostro…” Estas palabras escritas por Marguerite Yourcenar en su bellísima e inolvidable novela “Memorias de Adriano” se ha materializado con tanta fuerza que no creo posible una vuelta atrás. ¿Desesperanzador? Definitivamente. Todos los agentes judiciales, víctimas, imputados y la propia sociedad, cumplen un papel con el perfecto guion que deben desplegar. Y lo cumplimos sin chistar (porque chistar nos hace conscientes de nuestra pequeñez e insignificancia dentro de ese sistema y la impotencia nos lleva finalmente a asumir nuestra máscara como rostro).

Y ya después nada importa. Lo que viene luego es olvidado por todos. Porque una vez que se escucha la palabra tan buscada, el cómo éste se lleva a cabo a nadie le interesa. Una celda oscura, fría, mojada, sin colchón, con orín y excremento, con cucarachas y chinches, con violencia institucional y entre quienes la padecen, con droga que corre como agua, o más. Pareciera que aquellos personajes duermen mejor por las noches con este final… Me cuesta comprenderlo y no es ingenuidad, ni utopía, es una cuestión de humanidad.

Estoy llegando al final de este ¿ensayo podríamos decir? Y no esperen el batacazo de una solución que derribe todo lo que he escrito. Porque no la tengo. Espero internamente que aquella sensibilidad que nos distinguía como seres humanos, una mañana despierte. Que la perversión de hacer sufrir deje de habitar en sentencias judiciales con palabras tan jurídicas como vacías. Por ello, es que la pregunta que Nietzsche se formula “¿cómo puede ser el “hacer sufrir” una reparación?”,  simplemente se responde: el “hacer sufrir” de la pena no pretende ni nunca ha pretendido reparar sino castigar.

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