Quizás sea redundante decirlo pero, no estamos ante la escuela que conocíamos. Hace unos meses atrás muchos de nosotros considerábamos que teníamos que cambiar el antiguo concepto de escuela que nos acompaña desde hace más de un siglo.

Es irónico pero muchas de esas personas, hoy protagonistas de ese cambio, no piensan igual. Tenemos la oportunidad, obligada lamentablemente, para cambiar nuestra historia como educadores pero parece que puede más la resistencia. No todos, eso también hay que decirlo. De hecho, felicito, admiro y promuevo todo el trabajo que hacen mis colegas docentes para realizar sus clases, para contextualizar y comprender la pandemia desde distintas perspectivas, pensando cómo articular con diferentes temas y disciplinas para construir desde lo que nos pasa… pero mi pregunta es: ¿Por qué insistimos en recurrir a ciertas prácticas pedagógicas que castigan el error y valorizan la mecanización de contenido fácilmente olvidable?

De repente, ante esta escolarización remota, la escuela decidió dejar de medir con números a sus usuarios y cobrarles los errores como sanción. Los Ministros de Educación de Argentina reunidos en el Consejo Federal descartaron “cualquier tipo de evaluación numérica o de concepto a los alumnos sobre los contenidos que les fueron impartidos por sus docentes durante el período en el que se mantengan suspendidas las clases presenciales“. ¡Qué desafío queridos compañeros!

A lo mejor, en una primera lectura, muchos imaginemos que ya nadie querrá hacer actividades, tareas, vídeos o escrituras si no van a recibir una calificación. ¿Será que todo fue tiempo perdido?

Sin embargo, tengo la convicción de que es necesario y podemos valorar pedagógicamente lo que se ha realizado. Estamos acostumbrados a la nota, claro está. ¿Quién no se orgulleció de un muy bien 10 felicitado? Pero hoy estamos transitando un momento extraordinario y quizás ésta sea una oportunidad de cambiar esa escuela de la que renegábamos. Un desafío más para enganchar a los estudiantes, para con ingenio, generar intereses que no necesiten la preciada calificación numérica. Ser partícipes y protagonistas de ese cambio que parecía utópico y lejano. Hoy tenemos la oportunidad de comenzar con una lógica de trabajo empático tanto para los estudiantes como para los docentes y por supuesto, las familias. Pensar en rebeldías que permitan mejorar y reorientar los procesos de enseñanza y aprendizaje.

Hemos tenido hasta hoy, diferentes instrumentos para evaluar estos procesos. Muchos de estos fueron adaptados o quizás no hayan servido para evaluar en este momento de distanciamiento social preventivo y obligatorio. Tenemos que redefinir nuestras propuestas pedagógicas. Que no se califique numéricamente tiene como objetivo ponderar procesos de continuidad y permanencia, de vínculo. Que no sea una excusa más para generar nuevas formas de expulsión y poner en valor los aspectos cualitativos de la enseñanza y aprendizaje, así como los lazos que se han podido construir en estos tiempos.

Pero entonces… ¿Qué tipo de clase podemos sostener? ¿Cómo dejamos de lado el imaginario de escuela que aprendimos y que nos condiciona?

Quizás debemos tomar un tiempo para esta reflexión antes de tirar la toalla. Proponer diálogos con nuestros estudiantes y generar ideas potentes que nos movilicen. Apelar a conocer sus expectativas, sus necesidades y sus intereses para trabajar sin notas. Construir junto a otros docentes una enseñanza poderosa como nos dice Mariana Maggio en su libro Enriquecer la Enseñanza (2012): “La enseñanza poderosa es la que implica una práctica docente aggiornada, compleja, reflexiva y genera aprendizajes valiosos y perdurables”, y que no pase por un montón de incisos y secuencias forzadas.

Lo que hemos construido hasta el momento no fue tiempo perdido. Tenemos una responsabilidad pedagógica y política de mostrar lo que hacemos, de lo que somos capaces ante este contexto desconocido. Necesitamos una revolución, una revolución educativa y pedagógica que acompañe estos desafíos.

Porque todos estamos aprendiendo y no necesitamos nota para seguir haciéndolo.

María José Lucero Guaquinchay

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