La condición humana siempre está supeditada a un orden de jerarquías, por eso, desde la modernidad, tiende a la alienación. Pero, sobre ese mismo gesto, señala Geneviéve Fraisse (Desnuda está la filosofía), pueden ser un espacio de lucha. Y es que, según Hanna Arendt (La condición humana), la condición humana se inscribe en las contingencias de la  condición histórica, y en ella, subordinada, la condición femenina. Sobre esto creo que opera la línea argumental de Salomé. Desnuda ante el mundo, protagonizada por Victoria Gartner (ganadora del premio Estrella de Mar 2021, inaugurando el rubro Microteatro), dirigida por Fernando Alegre y escrita por ambos.

La obra, que se presentó en el ciclo “EL P#ORNO ME CAG@ LA VIDA!” (en el Teatro hostel del día 9/1/21 al 4/4/21) representa una entrevista a una actriz pornográfica consagrada (realizó 269 películas), donde el rol de entrevistador se encuentra vacío (sus preguntas silenciosas se infieren a través de los diálogos del personaje). Salomé  reconstruye su carrera profesional intercalando anécdotas de sus ‘grandes amores’. Paulatinamente, va, con el mismo gesto de quitarse la ropa (la obra tiene 3 cambios de vestuario que se realizan en escena, y cada vestimenta coincide con una etapa diferente del relato y de la vida de la actriz), descubriendo su más íntima identidad hasta alcanzar el punto cúlmine de la anagnórisis, el grito desgarrador reclamando la satisfacción de su deseo luego de un arrebato nostálgico. “No. Quiero TODO ESO JUNTO” reclama el personaje. La máscara de actriz, presente desde el primer momento de la obra (cuando conversa con el entrevistador ausente sobre cómo debe sacarle las fotos que acompañaran la nota) cae para descubrir su verdadero yo, que no es la Salomé de Juan Bautista, ni la de Wilde, ni la de toda su carrera cinematográfica ni la de todas las proyecciones y consumiciones de sus películas. Es mucho más que la suma de sus partes, es el plus arrebatador del deseo que “surge […] como un maremoto que arremete con todo”. La obra termina con una pausa, una invitación al entrevistador a retomar la entrevista, y la luz desvaneciéndose mientras la sonrisa de Salomé inunda el cuadro.

Por su lado, la organización del relato pone en cuestión el estatuto del discurso pornográfico, apelando a las diferentes dimensiones de la soledad de la actriz. Desde el comienzo se marca un contrapunto entre ‘ella’ y ‘las mujeres decentes’ que se irá deconstruyendo a lo largo de toda la obra. El primer parlamento comienza con la descripción del cuerpo ‘tipo’ de actriz pornográfica, que culmina con la frase “pezones duros como pico dulce”. La golosina, objeto de consumo, se inserta en la semántica de la lógica moderna del “mercado matrimonial”, le llama Fraisse. El objeto se constituye por el hecho mismo del intercambio, de igual modo en que ‘lo femenino’ se constituye por el hecho de ser un depositorio del deseo masculino. La obra pone en cuestión la antinomia ‘acabar’/’tener un orgasmo’ para oponer consumo y amor, la necesidad de ternura que expresa el personaje frente a la automatización del cuerpo en la producción pornográfica. Las imágenes mecanizadas, de tipo del Aullido de Ginsberg, guardan relación con el conglomerado porno y la lógica del capitalismo falogocentrista, “el sistema que traga traga traga traga todo lo que es libre y vomita deseos formateados”. Esto se encuentra presente en la escenografía, que representa a un vouyerista masturbándose, comiendo y tomando, a veces todo simultáneamente; este ser que satisface sus funciones biológicas más básicas, rodeado de un paisaje sonoro de orgasmos, da cuenta del modelo de consumidor porno. Véase sino la polémica en torno a las producciones en las que trabajó la actriz Mia Kalifa, quien al intentar quitar de circulación todo material que la incluyera no sólo se encontró con un muro legal infranqueable que protege a las productoras, minando todo derecho sobre su propiedad física e intelectual, sino que también apareció una legión de usuarios de sitios pornográficos que resubieron su material masivamente.

La soledad de la actriz comienza como la de un objeto tabú, velado y consumido, marginado y deseado en la misma dimensión. Adquiere el carácter antitético del oxímoron (“rodeada de esta soledad tan concurrida”) mientras que ella atraviesa un proceso disociativo que anticipa un agenciamiento del yo (la gente coje con su cuerpo, porque ella no está en él durante la filmación). Así, ser propietario de uno mismo es poder disponer libremente de uno, romper la lógica del intercambio y del posesivo (‘Mi mujer’; ‘Mi hija’: ‘Mi madre’); es salir de la condición, que se genere una ruptura con el ‘sí’ definido a partir de lo ‘otro’; reconocer el ‘yo’ en tanto otredad, pero no en la dialéctica ‘Yo/vos’, sino en ‘ustedes/yo’; reconocerse en tanto borde, o ‘molécula’ al decir de Deleuze. Esto habilita que la referencia a sí misma trasmute del ‘nosotras’, acto de habla colectivo de las actrices, al “YO”, gritado, reiterado, en una afirmación que hasta resemantiza el discurso coloquial: del falogocéntrico “tuve los huevos grandes”, Salomé se para de tetas y tiene los ovarios bien grandes.

Y en este punto es cuando la obra integra el discurso del postporno. La actriz clama exclama que ella busca recuperar el lei motiv original de la pornografía: no la cosificación y degradación del cuerpo, sino el entretenimiento y el placer, “porque son parte de la condición humana, de nuestra naturaleza. Es fundamental ver al placer de una manera diferente, no mecanizado, automatizado, degradado como en el porno convencional”, agrega Gartner, ya fuera de escena. Y todo entretenimiento es ideológico. Ella deja entrever que si hay un triunfo en su carrera no está en sus 269 peliculas filmadas, sino en haber explorado todos los “vínculos genitales posibles”. La gran sentencia de la obra sería, en esta perspectiva, que “todos los cuerpos son eróticos y deseables”. El agenciamiento de sí implica la legitimación del placer todo. Correrse de la lógica masculina y reconocer la existencia del plus (de identidad, de deseo, del ser). Por eso la puesta en escena separa escenario y público con una fina tela negra. El velo, el encaje, es el erotismo y la prohibición de ver la desnudez, a modo de metáfora de la revelación de una verdad última. Y es la sugerencia como la promesa de un plus, un siempre ir más allá. Es la deconstrucción del deseo, la pluralidad del LGBT+ que rompe con la condición humana heredada de la modernidad.

Juan Martín Salandro

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