Por Nicolás Edgar Berg

Estudiante universitario avanzado de Historia en la FH – UNMdP, becario de investigación por la CIN y docente en Plan FinEs

Desde la última dictadura cívico militar, pasando por los noventa, la crisis del 2001 y los “globitos amarillos” new age de Cambiemos, asistimos a tiempos en donde la globalización mundial cada vez más influye en nuestros hábitos y estilos de vida. Desde el ámbito de la Historia diríamos que los sujetos no podemos escaparnos de nuestro propio contexto histórico, que incide en nuestra manera de pensar y en nuestra cotidianeidad. Como sostuvo el periodista y sociólogo argentino Pedro Brieger, la “disneyficación” de la cultura es una consecuencia directa de la hegemonía cultural que impuso Estados Unidos a partir de su triunfo en la Guerra Fría. Esto es, por ejemplo, la abundancia de los shoppings center, los gimnasios, la obsesión por los cuerpos, los jóvenes de clase media acomodada obsesionados por el “Work and Travel”, los viajes a Miami, los “countries”, la comida rápida, la cultura mediática, las redes digitales y el dios dólar. En este sentido, las emociones, desde esta perspectiva, estarían más ligadas al éxito, la competencia, la exigencia de felicidad, el destacarse, el individualismo meritocrático por sobre los lazos de solidaridad. Vivimos en un mundo más homogéneo, más líquido y más efímero. El filósofo Byung Chul Han lo ha expresado mejor que ningún otro.  

Ahora bien, desde el ámbito de la militancia social, sabemos muy bien que también es una decisión política reforzar o no nuestras propias tradiciones, rituales y símbolos, nuestra “argentinidad”. Me niego a pensar que la ideología neoliberal sea la única ideología que impera y prevalece en nuestras vidas. Esa ideología que utiliza la extrema derecha para conquistar las almas de los hombres con el corazón resentido, enojado, la ideología de la ilusión y la profecía falsa. En tiempos de la mercadotecnia, se vuelven indispensables las instancias solidarias y sensibles que sostienen los espacios comunitarios de la sociedad civil -escuelas, sociedades de fomento, comedores, clubes barriales, hogares-, amortiguando la ausencia estatal y el cataclismo social. Cuando hablo de instancias solidarias y sensibles me refiero a: apoyo escolar, copa de leche, meriendas, recreación, ollas populares, campañas de salud, colecta de útiles, libros y juguetes, entre muchas más.

La Historia de nuestro país es rica en resistencias y conquistas de derechos para los sectores más desposeídos, aunque también abunden los golpes de estado, las dictaduras y el imperialismo -la intervención y expropiación de nuestra soberanía nacional, nuestras tierras y nuestros recursos naturales-. Nada en este mundo está dado, todo tiene su historia, sus tensiones y conflictos. Como Sísifo, estamos obligados por legado histórico a levantarnos cada vez que nos caemos e intentar volver a escalar la montaña con el peso de una piedra gigante por encima de nuestras espaldas, para dejarles un mejor vivir a las generaciones posteriores, honrando a los vencidos, sin rencor alguno. Pero, ante tanta incertidumbre, ante tanta sobre-información, ¿por dónde podríamos comenzar? Mientras la actual conducción del gobierno nacional, Javier Milei, Mauricio Macri, Luis Caputo y compañía, tienen la decisión política de desfinanciar la educación y la cultura, considero que volver a revalorizar la importancia del libro podría ser una de las tantas posibles formas de resistencia popular.

En su libro Los best-sellers prohibidos en Francia antes de la revolución, el historiador estadounidense Robert Darnton descubrió cánticos, poemas y libros que circulaban clandestinamente entre los más marginados del sistema y fueron preparando el terreno fértil para la Revolución Francesa del año 1789. De este modo, Robert Darnton investigó los espacios en donde la gente común y corriente daba forma a su idea del mundo, es decir, las redes de comunicación de la vida diaria: las plazas, las calles, las tabernas, los mercados, los cafés, los jardines públicos y los salones. Para él, particularmente, los libreros y los contrabandistas fueron los intermediarios culturales claves porque era gracias a su papel como mediadores que la gente común podía acceder a la lectura. Los libros prohibidos, a través de la circulación clandestina, moldearon la opinión pública fijando en la letra impresa, preservando y difundiendo la palabra escrita, y construyendo una narrativa coherente de la Revolución. De esta manera, los libros construyen sentidos, significados y sensibilidades socialmente a través del lenguaje, y luego a través de la recepción y la lectura, los hombres y mujeres, se apropian de los libros. Los libros, entonces, terminan siendo objetos manufacturados que generan trabajo, obras de arte, artículos de intercambio comercial y vehículos de ideas. A diferencia del historiador Roger Chartier en Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII. Los orígenes culturales de la Revolución Francesa, para R. Darnton las ideas revolucionarias nacen del florecimiento de la literatura clandestina. El lema de la Revolución Francesa terminó por levantar los principios de “Libertad, Igualdad, Fraternidad” como bandera.

Para quienes les interesa la temática, Robert Darnton ha digitalizado en su página web, en la biblioteca digital de Harvard -de la cual fue director- y en el Departamento de Música de la Biblioteca Nacional de Francia, un sinfín de historias de vidas cotidianas de la Francia del Siglo XVIII, de las más asombrosas y divertidas. Retomando la idea de cómo se fue configurando la narrativa revolucionaria en Francia, propongo una canción callejera y advierto que cualquier coincidencia con la realidad no es más que una simple coincidencia. Me interesó particularmente una canción que se titula “Los grandes señores se degradan” de la década de 1750. Es una canción que cuestiona la autoridad de Madame de Pompadour -amante de Luis XV- por sus orígenes plebeyos, su apariencia física y su supuesta vulgaridad, que se toman para personificar la degradación del estado y la humillación del rey. En la Francia del siglo XVIII las noticias circulaban a través de las canciones callejeras. Allí, donde convergían intelectuales y sectores populares, se criticaba sin escrúpulos el precio del pan, al rey, sus amantes, sus ministros, la política exterior y también se difundían chismes injuriosos de la corte. De todas maneras, está vez en serio, insisto, evitemos los anacronismos históricos. La canción dice así:

Los grandes señores se degradan,

Los financieros se enriquecen,

Todos los peces se agrandan.

Es el reino de los buenos para nada.

Las finanzas del estado están siendo drenadas

por la construcción, gastos extravagantes.

El estado está cayendo en decadencia.

El rey no ordena nada, nada, nada.

(…)

Esa humilde zorra

lo Gobierna con insolencia

Y es ella quien por un precio

Selecciona a los hombres para los primeros puestos.

Todos se arrodillan ante este ídolo.

El cortesano se humilla,

Se somete a esta infamia,

Y sin embargo es aún más indigente, gent, gent.

Años después, también podemos encontrar un estilo semejante en los panfletos pornográficos en torno a la imagen política de María Antonieta, la esposa de Luis XVI. Según un interesante documental realizado por National Geographic sobre la Revolución Francesa, se habrían construido rumores acerca de la falta de hombría de Luis XVI, el desenfreno sexual de María Antonieta y la decadencia de la corte, a causa de haber estado más de siete años sin consumar el matrimonio y garantizar un heredero al trono.  

Volviendo a la cruel actualidad, en este proceso de reorganización política y representativa del campo nacional y popular, podemos tener una gran convicción: la construcción política en el buen sentido de la palabra debe ser en comunidad, hay que reorganizar (no censurar) y darle sentido al desorden, la osadía y la rebeldía. Para ello, quizás un par de cánticos y poesías provocadoras no vengan para nada mal y, tal vez así, parafraseando a la “aplanadora del rock and roll”, la historia escrita por los vencedores, no podrá hacer callar a los tambores.


El presente artículo refleja la opinión personal de su autor y no corresponde necesariamente a la línea editorial de Trama Educativa.

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