Por Lucía Belber[1]
Alcohol. Temperatura. Barbijo. Máscara. De un día para el otro entrar a un aula es un proceso un poco más complejo que antes. De repente todo lo que alguna vez conocimos es lejano. Ahora no podemos ver si un estudiante hace un gesto mientras leemos algo, no podemos identificar una sonrisa ni una cara de desprecio ante alguna actividad. Incluso nos tenemos que esforzar por determinar de dónde provienen las voces detrás de los barbijos. Si la escuela secundaria ya era rígida, ahora se ha transformado en un cuerpo encorsetado. Si antes existía la obligación de sentarse en un banco y mirarle las nucas a les compañeres, ahora se le suma la entorpecedora tarea de no moverse dentro del aula. A más de un metro y medio del compañero, a más de dos metros del docente. ¿Y la escucha? ¿Y si Clara, que es tímida, me quiere decir algo al oído? ¿Y si los quiero juntar en grupos? ¿Y qué pasa con la charla entre amigos?.
El disciplinamiento del cuerpo se ha profundizado. Si antes les estudiantes tenían que quedarse en su banco, ahora no pueden moverse hasta que venga el preceptor a llevarlos al recreo. No pueden salir sin autorización para evitar la aglomeración. No pueden juntarse. No pueden tomarse de las manos. Tampoco abrazarse. Y esto nos lleva a pensar: ¿hasta qué punto una escuela encorsetada es placentera? ¿Cómo despertaremos el deseo de aprender en un lugar tan rígido? ¿Debe la escuela ser un lugar de incomodidad?.
Habitar un aula es un proceso complejo y enriquecedor tanto para les docentes como para les estudiantes. A veces llegamos al aula cansados, a veces llegamos contentos y otras veces tristes. Pero pasan tantas cosas ahí adentro que es posible cambiarnos el ánimo. A menudo las cosas nos salen mal y queremos irnos a los cinco minutos y en otras ocasiones nos salen tanto mejor de lo que pensábamos que no queremos irnos nunca.
El aula es como una telaraña. Tejemos redes con nosotros mismos y con les estudiantes. A veces un viento fuerte puede tirar esa telaraña, romperla, quebrarla. En esos casos es necesario volver a construirla siempre que podamos. Podemos volver a enhebrarla en poco tiempo o nos puede llevar mucho más tiempo del que ya nos había llevado en un principio. En este sentido, es necesario frenar en medio de la vorágine e invitarnos a nosotros mismos a una reflexión en la acción, en palabras de Donald Schön. Porque podemos diseñar cuantas clases queramos y ejecutarlas cuantas veces nos propongamos pero solamente la reflexión podrá transformar esa práctica en experimentación y enriquecimiento.
Por un lado, la pandemia nos ha hecho presos de la tecnología. Nos ha permitido innovar, conocer nuevas formas de dar clases, de enseñar y de aprender. También nos ha hecho apreciar un poco más el papel, el lápiz, la lapicera, el corregir a mano y la desconexión del mundo exterior que implica el aula presencial. La pandemia nos ha dado hibridez, una hibridez que nos invita a pensar en las virtudes y defectos de una escuela totalmente presencial y una escuela totalmente virtual. Nos ha otorgado la posibilidad de reflexionar sobre la poderosa combinación de la tecnología con el aula, con los bancos, con el pizarrón.
Pero no hay que perder de vista que también nos ha dado una brecha más grande, ha profundizado las diferencias entre quienes pueden acceder a los beneficios de la combinación entre una escuela presencial y una escuela virtual y quienes no. Escuelas sin calefacción, sin mobiliario, con distancia que solo se acorta muy poco a través del uso de whatsapp como plataforma educativa, porque muches estudiantes solo pueden acceder a este medio para acercarse a la escuela. O estudiantes que continúan el proceso educativo como pueden a través de módulos que realizan en sus casas. Les docentes recibimos fotos de esas realizaciones individuales para confirmar que la presencia en el aula es necesaria. Es necesaria una escuela segura, cómoda, placentera pero no encorsetada. Es necesario seguir reflexionando sobre las virtudes y los defectos de una escuela que ha pasado por largos procesos de conversión y adaptabilidad. Y es necesario no perder de vista que la escuela se conforma por personas, que habitamos las aulas, que intentamos no dejar de lado que somos seres humanos con sentimientos, problemas, dificultades que nos entorpecen los procesos de enseñanza y aprendizaje, porque somos seres atravesados por una actualidad pandémica.
Es necesario reflexionar sobre el profundo proceso que hemos transitado en tan solo un año y medio, los constantes cambios que ha atravesado la educación en este último tiempo. Hoy, volviendo a la escuela luego de unas vacaciones de invierno tranquilizadoras, con la mitad de la población inoculada, parecería que poco a poco nos olvidamos de la virtualidad. Aquello que fue nuestro pilar para sostener vínculos con estudiantes, hoy es lejano, difuso, y debemos desplazarlo por una vuelta a la presencialidad encorsetada por las dificultades de la realidad. Hay un sistema que nos obliga siempre a volver a un corset, a crear una telaraña una y otra vez, una telaraña que se destruye y luego debemos volver a construir, volver a empezar. Y en ese volver a empezar encontramos lo placentero y a la vez tortuoso de la educación: pensar y repensarnos como educadores, reconstruir constantemente nuestras prácticas porque trabajamos con humanos cuya vida está atravesada por la escuela.
En este sentido, no debemos olvidar que el aula puede ser un espacio de escritura constante. Escribimos nuestro presente y nuestro futuro. También a veces reescribimos nuestro pasado. Es un lugar que nos permite pensarnos como personas, pensar que no solamente estamos ahí para enseñar unos cuantos contenidos sino para habitar un aula que nos construye y nos atraviesa incluso en los momentos más difíciles. Habitarla es parte de nuestra vida cotidiana y debemos hacerlo con el mayor respeto hacia les que conviven con nosotres.
Estos nuevos tiempos nos invitan a una adaptación constante como docentes. Pero no debemos perder de vista los procesos adaptativos que llevan a cabo nuestros estudiantes, que son adolescentes mientras van a una escuela pandémica. Y si bien poco a poco estamos buscando retomar la normalidad, no debemos dejar de pensar: ¿Qué es la normalidad? ¿Las formas de enseñanza prepandémica eran las adecuadas? ¿Debemos olvidar todo lo aprendido a través de las plataformas virtuales? ¿Debemos dejar de lado los reclamos por la falta de tecnología en escuelas públicas? Lo que queda claro es que tenemos que readaptarnos constantemente a un aula que está en constante movimiento, porque la escuela es una gran telaraña que se teje entre todos sus actores y debemos volver a tejerla las veces que sean necesarias.
[1] Lucía Belber es Profesora en Letras graduada de la Universidad Nacional de Mar del Plata. Adscripta en la cátedra Didáctica General y forma parte del Grupo de Extensión en Innovación Educativa (GEIE) de la cátedra de Didáctica General y Grupo de Extensión Bisagras. Ejerce la docencia en escuelas secundarias de la ciudad de Mar del Plata.