Por Ing. Agrónomo Facundo Laiz

La agroecología, fiel a su naturaleza, está brotando aquí y allá tal como lo hace el pasto en la pradera. Crece nutriéndose de todo y se configura como una perfecta amalgama que nos permite producir alimentos sin corromper las leyes de la vida que nos sustenta. Aparece cada vez con más fuerza y mayor frecuencia en revistas, debates, documentales, redes sociales, etc… Como una semilla de nuestro tiempo, contiene en su ADN la información del siglo XXI, mas en su profundidad conoce el camino entero desde nuestros primeros pasos como agricultores, hace unos 10.000 años. Es la hija rebelde y bella de la llamada revolución verde, la agricultura industrial basada en la energía del petróleo, los agroquímicos y las semillas híbridas y transgénicas. Poco más de 50 años bastaron para que el modelo de producción actual demuestre su falta de sustentabilidad. Para comprenderlo con claridad basta con mencionar las enfermedades y trastornos que producen en nuestra salud los insecticidas, herbicidas y fungicidas que utilizamos año a año de a miles de toneladas en los campos; la pérdida de biodiversidad que estos y el monocultivo generan; la contaminación del agua, suelo y aire; la monopolización del mercado de semillas; la pérdida de soberanía y seguridad alimentarias; la concentración de la riqueza y la tierra; el avance de la frontera agrícola, el desmonte, el calentamiento global… la lista es extensa. El sistema  agroindustrial de producción de alimentos basado hoy en el tándem tecnológico transgénicos-agroquímicos está destinado a morir, no sólo por el pedido de ambientalistas, consumidores concientes, productores y agrónomos agroecológicos y víctimas de las fumigaciones, sino por su incompatibilidad con la manera en que la vida funciona. Es este aspecto el que lo convierte, indefectiblemente, en un sistema vulnerable. Claro que podemos sostenerlo, profundizando los problemas que  hemos mencionado anteriormente, y que la ambición sin límites y las ansias de control de aquellos cuyas decisiones definen el rumbo que adopta el conjunto de la humanidad difícilmente permitan una posibilidad de cambio. Pero si no frenamos nosotros, será la naturaleza quien nos señale nuestro error. No por estar enojada o practicar alguna forma de justicia (estos son para ella exóticos frutos de la psique humana), sino  porque tiene una manera concreta de funcionar.

Vivimos en un mundo donde nada escapa a la lógica del capital. Entiendo que en este contexto, para muchos, puede parecer infantil o inocentemente romántico decir que las técnicas y principios que deben regir nuestra forma de producir alimentos son aquellos dictados por la vida. Pero esto es solo porque no comprenden el mundo natural del cual forman parte. La naturaleza no es arbitraria, la manera en que se desarrolla está basada en una rica y compleja serie de interrelaciones sustentadas en la diversidad. Cuanto más complejo es el sistema, más estable se vuelve. Podemos imaginarlo como un gran mecanismo de relojería en el que si falta cualquiera de sus partes, el conjunto pierde funcionalidad y precisión. No solo la vida, todo en el universo natural tiende a autoequilibrarse, autorregularse; es algo muy fácil de observar en las dinámicas poblacionales de los depredadores y sus presas. Muy sabiamente, hace miles de años, alguien señaló en china: “La ley de la naturaleza es quitar de lo excesivo para aportar a lo insuficiente, la ley del hombre es quitar de lo insuficiente para aportar a lo excesivo”. Tal vez sea una frase un tanto absoluta, pero no podemos negar que nuestra posibilidad de creación y acción subjetivas suelen no encajar muy bien en el marco de las leyes robustas que signan el universo natural. Las Adjetivo como robustas, porque son la base inmutable que ha regido el curso de la evolución a través de miles de millones de años. Es imposible para nuestras mentes abordar estas escalas de tiempo. De la misma manera, para entender qué principios efectivos hay detrás de las prácticas agroecológicas, habría que lograr integrar, a partir de la razón, procesos a escalas espaciales tan pequeñas como la atómica y tan gigantescas como aquellas que se utilizan para el estudio del cosmos. En verdad es un camino de autoconocimiento.

Si nuestro fin es producir alimentos sin agotar los recursos que posibilitan nuestras prácticas agrícolas, y nuestra intención el perdurar en el tiempo, entonces debemos comprender lo que implica ser sustentables. Un cultivo tiene sus propios recursos para mantenerse sano (bioquímicos, fisiológicos, biológicos, etc.), pero para que el “reloj dé bien la hora” el suelo sobre el cual crece debe estar sano en primera instancia. Es allí abajo donde un número inimaginable de microorganismos transforman los nutrientes a sus formas orgánicas para que las plantas los puedan utilizar. El suelo debe estar vivo; de hecho, las raíces trabajan en estrecha relación simbiótica con bacterias y hongos. Sin estos vínculos su trabajo es limitado. Al degradar el suelo y empobrecer la biodiversidad, nuestros sistemas productivos se vuelven frágiles y dependientes de los fertilizantes químicos y agroquímicos. Los desequilibrios pretenden ser “controlados”, pero lo cierto es que a mediano y largo plazo solo profundizamos el problema. Un ejemplo claro se da con el famoso glifosato. Al principio, en la década del 90, con unos 2 litros al año por hectárea, lográbamos mantener los cultivos libres de malezas. Hoy, para lograr un resultado similar, llegamos a utilizar 12 o más litros al año por hectárea. Además, aproximadamente 30 especies de malezas se han vuelto resistentes al herbicida. Al final, cada vez necesitamos más intervención e insumos externos para generar ese “equilibrio controlado”, elevando los costos de producción, mientras profundizamos la degradación del agrosistema. Es un círculo vicioso que simplemente no funciona, más allá de nuestros intereses o gustos personales. Mucho del “control” que ejercemos al concretar nuestras acciones y pensamientos, alimenta esta lógica no sustentable.

En consecuencia, el enfoque integrador que demanda la agroecología no solo nos revela un nuevo paradigma para el cultivo de alimentos, también nos interpela como sociedad, porque seremos sustentables solo cuando respetemos la diversidad y logremos configurarnos como una sociedad sana y equilibrada.

La respuesta al interrogante de por qué no somos sustentables, creo yo, tiene raíces muy profundas en la naturaleza de nuestros pensamientos, pero no voy a ir tan lejos por esta vez. Voy a terminar con una reflexión sencilla. Si la sanidad está íntimamente ligada al equilibrio, ¿qué dice de nosotros el hecho de que el 1% más rico de la población mundial posea tanta riqueza como el resto de los 7.500.000.000 de humanos que habitamos la tierra? Pensémoslo un poco: por más capacidades y voluntad que tengamos para llevar adelante cambios de cualquier tipo en lo que hacemos, ¿hacia dónde podremos avanzar en medio de semejante inequidad? Los medios masivos de comunicación, la educación, la alimentación, la salud, el entretenimiento, el individualismo exacerbado, nuestra obediencia y temor; todo sirve a los fines de perpetuar un modelo que solo beneficia a un pequeñísimo grupo de personas que no puedo adjetivar sino como maniáticos. ¿Y qué podemos esperar si son personas maniáticas quienes dirigen nuestro andar? Integrar es comprender que somos una sola humanidad, y un solo planeta. Pienso que depende de nosotros: o damos poder a la verdad o damos verdad al poder.


«El presente artículo refleja la opinión personal de su autor y no corresponde necesariamente a la línea editorial de Trama Educativa»

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