Por Juan Martín Salandro

22 de Junio 2023, Mar del Plata

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 “Planetaria depredación respaldada en las armas, dando pasos al abismo vas restando esperanzas” “Hacia el abismo.”

Almafuerte

Valor lingüístico, valor de cambio

En Las venas abiertas de América Latina, Eduardo Galeano toma por eje vector “La pobreza del hombre como resultado de la riqueza de la tierra” (15). Esta idea, de fondo, trae implícita toda la relación económica/simbólica del, llamado, “tercer mundo”. Es lo que la crítica cultural latinoamericana ha dado a llamar “El discurso de la abundancia”. Pero toda abundancia implica, para el grupo subyugado, una carencia. Pablo Neruda da cuenta de esto de manera precisa en “La palabra”:

Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos… Estos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo… Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas… Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra… Pero a los bárbaros se les caían de la tierra de las barbas, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes… el idioma. Salimos perdiendo… Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras.

Litio: símbolo de la vena abierta de América Latina

Pero el oro del lenguaje, que reconoce el poeta chileno, no es una riqueza, sino una continuidad del campo de acción imperialista. Si bien es cierto que gracias a la homogeneidad lingüística, la gesta libertadora –José de San Martín, Simón Bolívar,…- fue posible, hay que tener en cuenta que, como dice Josefina Ludmer, el imperio “está hecho de palabras y de todo lo que circula en nuestro idioma […] El territorio de la lengua aparece como un campo de opresión” (Aquí y ahora. Latinoamérica): el Manual de la nueva gramática española, por ejemplo, acepta las variantes del “leísmo”, frecuentes en el habla ibérica, mientras que condena las formas del “queísmo” y el “dequeísmo”, usuales en la lengua hispanoamericana por no reconocerlas como “cultas”.

La idea de “cultura” no es menor. Algunos grupos e instituciones enarbolan el concepto de “cultura” como un valor que hay que conservar indemne, una aspiración o modelo a seguir; la “alta cultura”. Sin embargo, no es menor el término en el contexto de sobrexplotación minera que nos compete en esta nota: “cultura” viene del latín cultus, término que en su extensa polisemia engloba los significados tanto de “habitar”, “cultivar” como “proteger” o “adorar”; cultivar y habitar la tierra no está, conceptualmente, tan alejado del culto a los dioses; Frederick Engels reconoce en el comienzo de la agricultura, y el paso al sedentarismo en las comunidades primitivas, la consolidación de la idea de Estado –la oikia platónica-: con el Estado llega la secularización. Gilles Deleuze da una vuelta de rosca a esto, y piensa, el modo en que el aparato de estado no sólo puede agenciar a los grupos subalternos, las “máquinas de guerra”, en su sistema productivo –ejemplo, el uso de “mano de obra” indígena en las minas de Potosí-, sino que, fundamentalmente, es aquel que “estría” el terreno: en el surco del arado neolítico se puede leer desde la línea de la letra –no por nada Martín Lienhard habla de la “tiranía del alfabeto”- hasta la explotación de la megaminería. Por esto hay que entender que “la cultura” en verdad es una red de relaciones económicas y sociales. Y estas relaciones condicionan la circulación de los textos en una dialéctica de resistencia/dominación constante (Williams, Marxismo y Literatura).

Ahora, lo económico trae implícito el aparato material donde se sostienen las prácticas de producción y recepción de los símbolos culturales. Desde la tablilla de arcilla de Sumeria y la poesía oral hasta el Smartphone, no sólo la comunicación y las estructuras cognitivas se han ido modificando/adaptando, sino que toda la expresión de lo humano se va conformando alrededor de estos dispositivos. Y es que el ser humano, en tanto “ser de cultura”, está formado como una consecuencia de las tecnologías mediales –los soportes de la comunicación-. Giorgio Agamben dice que el sujeto está entre lo biológico y los dispositivos, pero deja de lado la relación con el medio ambiente. Por eso nos parece coherente recuperar el planteo renovador de Jusi Parikka a partir del concepto de “antropo(b)seno”: “una valorización ética respecto del rol de las corporaciones y los Estados en la explotación sistemática de la naturaleza vista como recurso total y completamente disponible para los seres humanos”. Y es que, de fondo, toda relación de los humanos con el medio ambiente trae consigo las relaciones económicas de clase y producción. Ya en el Manifiesto comunista Marx y Engels problematizan cómo “la burguesía” –la clase que detenta el control sobre los medios de producción- llevó a cabo “el sometimiento de las fuerzas de la naturaleza, el empleo de las máquinas, la aplicación de la química a la industria y la agricultura […]”. Los estudios desde “la materialidad”, de pata marxista, como el de Parikka en Una geología de los medios (Caja negra editora, 2021), son cruciales para entender las formas del conflicto latinoamericano con el extractivismo colonialista1.

¿Cuánto pesa internet?

Sol de alto Perú rostro Bolivia, estaño y soledad. Un verde Brasil besa a mi Chile cobre y mineral” “Canción con todos.”

Armando Tejada Gómez

Es crucial, en este punto, desmontar el concepto de “nube” (cloud) del lenguaje internauta. La palabra acarrea una semántica de la inanidad que invisibiliza la naturaleza real de este medio: “guardar” un archivo en la “nube” no significa suspenderlo en una zona de imprecisión etérea, sino alojarlo en un server, una megacomputadora conectada continuamente a una red eléctrica. De ahí que, contra toda idea previa, internet TIENE masa. Consultando una “hoja de datos” (datasheet) se puede saber el valor de “carga eléctrica” (Q; coulomb) que necesita una memoria ROM para alojar un dato. Esta magnitud representa una cantidad de electrones (6,24 x1018), y estos tienen un valor de masa (9,109 x 10-28 gramos). El paso siguiente es una simple multiplicación de este valor por la cantidad de datos que, se pondera, contiene internet –cifra que crece segundo a segundo con cada operación realizada en un motor de búsqueda. Un estudio realizado en 20062 hizo el cálculo, y dio como resultado que internet pesaba, en ese momento, 60 gramos.

Esto nos lleva a poner en primer plano que el funcionamiento de internet no depende sólo de la comunicación/conexión de sus usuarios, sino de:

  • La política económica sobre el uso energético de un país que habilite que sea rentable la instalación de un server ahí;
  • Los sistemas de producción energéticos y las políticas ambientales que se encargan de regularizar, o no, los subproductos contaminantes de la industria energética;
  • La adquisición de los combustibles: materiales nucleares, combustibles fósiles, etc.;
  • El accionar bélico que atraviesa la adquisición de estos materiales. No sólo las guerras en medio oriente –por el control de los yacimientos pretrolíferos- o las consecuencias en el marco del conflicto ruso/ucraniano alrededor del abastecimiento de gas natural al continente europeo, sino también el modo en que la industria de la energía nuclear es deudora inmediata del proyecto Manhattan, lo que llevó a que esta se desarrollase a base de la química del Uranio y el Plutonio, frente a su  opción más segura, el Torio.
  • Los materiales con los que están construidos los servers y los dispositivos con los que estos interactúan;
  • La política económica que regula, o no, la práctica minera. Hay que pensar, por ejemplo, cómo la tarifa irrisoria que propone el gobierno argentino a las retenciones mineras, frente al valor del gobierno chileno3;
  • El impacto ambiental que genera la extracción de recursos del suelo;

Las venas abiertas

Milico, cura, gobernador, reparten la ganancia, sellando el pacto de la devastación.” “El aullido del animal.”

Visceral

Antes hablamos de la construcción del sujeto en relación con los dispositivos y los sistemas de expresión. La antropología apela al concepto de “prótesis” para pensar cómo lo humano se define en tanto “posthumano”, es decir, una entidad que, en tanto productora de cultura, aumenta sus capacidades biológicas afectando materialmente el medio –y su propio cuerpo-; el “cyborg”. Ahora, Donna Harraway, en el “Manifiesto Cyborg”, problematiza el lugar de aquello que queda por fuera de la definición de lo humano –muy cercano a la idea de “lumpen” marxista-: ella habla de las mujeres negras, nosotros podríamos extrapolarlo al minero y el indígena.

Viendo como todos estos elementos que listamos se encuentran entrelazados en una red de significación indisoluble, en el medio bien podemos encontrar estos cuerpos, y, en el marco de la protesta social, el “roce” de este con el aparato represivo del estado. Esto ya lo tenía muy claro Galeano, y lo trabaja a fondo en el capítulo “Las fuentes subterráneas del poder”, donde incluso llega a recuperar el gesto de que las balas están hechas con los mismos minerales que extraen los obreros reprimidos. No por nada titula el libro Las venas, explotando la homofonía entre el término minero y la figura de la herida. Esto, en suma, se consolida como una constante histórica en la condición tercermundista –no, ya, sólo latinoamericana-: las condiciones de “vida” del indígena en el Potosí virreinal se ven calcadas, por ejemplo, en la minería “artesanal” del cobalto –en la República del Congo-.

Volvamos a Neruda, para pensar qué pasa con el lenguaje acá. Argentina es un país con una fuerte tradición productiva basada en el modelo agroexportador. Sin embargo, su nombre refiere a un mineral (argentum, plata). Su contorno, a la vez, es mineral: la cordillera por un lado, los canales fluviales por los que se exportaban estos materiales por el otro (afluentes del Río de la Plata). Pero la explotación de este recurso no se llevaba a cabo en el territorio virreinal, sino en el otrora Alto Perú. En nuestro nombre, entonces, se cimienta una cicatriz, o, más bien, una herida que nunca cerró. Pero este, más que una marca, es una “huella”, en el sentido que le da Derrida al término, en tanto texto que se construye sobre una falta: primero, porque enuncia algo que no está, que nunca estuvo, dando cuenta desde el vamos de la condición extractivista que modeló (contorneó) el proyecto imperial de América Latina; segundo, porque opera alrededor de un vacío, de un significante flotante que se va desplazando. Y uno de estos muchos desplazamientos se da en la marca de otro nombre propio: los Borbones, en la colonia; Livent, Allkem, Gobierno Jujeño, Estado Argentino, en la colonialidad, en 2023. Ahora, si Baudelaire pensaba en la bilis negra de la melancolía -mal de época del spleen parisino- como la tinta con la que escribía, frente a esta huella que atraviesa desde el nombre la condición latinoamericana, podríamos pensar que la sangre que mana de nuestra herida constitutiva es la sangre con la que se escribe cada whatsup que mandamos4. No por nada le llaman “oro blanco” al Litio.

El presente artículo refleja la opinión personal de su autor y no corresponde necesariamente a la línea editorial de Trama Educativa.


[1] Colonialista porque, como bien señala Walter Migniolo en La idea de América Latina, al deshacerse los vínculos políticos directos entre los países “periféricos” y “centrales” con los procesos independistas –las gestas revolucionarias latinoamericanas y africanas- se estableció un vínculo de dominación bajo un vector económico/simbólico. Para Migniolo, la lógica del capitalismo surge inmediatamente con el cambio de paradigma productivo que surgió con el descubrimiento y conquista americana. Este vínculo se mantiene post independencia a través de los vínculos de dependencia económica –por ejemplo, a través del accionar de entidades como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, etc. -Hening Mankell, en la saga de novela negra de Wallander, explora en profundidad la relación de dominación entre el FMI y los países centroafricanos-. Por esto ya no se habla de colonia, sino de colonialidad.

[2] adamant.typepad.com/seitz/2006/10/weighing_the_we.html

[3] Podría pensarse incluso la relación entre la tradición minera en la idiosincrasia chilena frente al modelo agroexportador argentino.

[4] Aclaramos: el Litio se usa, por ejemplo, para la fabricación de baterías de celulares.

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