Por Nora Thames
Todos los días bien temprano Juan sale a correr por la costa marplatense siendo su tramo habitual del recorrido, desde el puente de los candados hasta avenida Constitución, para luego regresar hacia el punto de partida, la distancia aproximada entre el Paseo Dávila y esa Rotonda ida y vuelta es de seis kilómetros. Llegado el verano, más precisamente en Enero, también suele correr pero a partir de las veintiuna horas.
Una noche decide salir, Juan vive en un área muy cerca del paseo por lo que no tiene más que cruzar, ese día resuelve atravesar el puente para ir por la parte costera de abajo ya que el calor invitaba a correr cerquita del mar. A veces el golpeteo de las olas contra las rocas hace que se produzca una llovizna natural que refresca. Y allí, justo donde los candados se balancean de las barandas cuando son hamacados por el viento, se encuentra con un viejo amigo de la época del colegio secundario que hacía mucho no veía, se saludan muy afectuosamente.
Juan le pregunta si está paseando o si también va a correr y su amigo le responde que se había acercado por curiosidad para ver si aún se conservaba un candado que habían colgado con su novia hacía ya un tiempo. Juan le comenta que a veces los quitan y la gente los vuelve a colocar, le cuenta su compañero que ese lugar está inspirado en una novela italiana, es una manera en que los enamorados dejan sellado su amor eterno.
Juan se sonríe incrédulo como si fuera algo así como un dicho popular o comentario anecdótico pero de todos modos lo interroga brevemente acerca del candado.
– ¿Está el candado aún?
– Estaba justo aquí en el medio del lado izquierdo.
Su amigo recorre uno a uno los candados y por el medio entre otros aparece uno, un poco más reluciente que los que allí se encontraban.
– Mira aquí está, -dice con una sonrisa- y que bien se conserva pese al paso del tiempo, debe ser porque el amor está intacto.
– Ah qué bueno -esboza Juan- entonces todavía están juntos, cuando la veas supongo que le contaras.
– Ahora Luz se encuentra de viaje, pero seguramente se va a alegrar- -responde.
– Bueno voy a comenzar mi recorrido, una alegría haberte visto y ya sabes, salgo a correr a esta hora en verano y a veces por la mañana temprano, cuando quieras lo hacemos juntos, nos vemos, hasta pronto.
Un mes más tarde, Juan sale de su oficina de Tribunales de la calle Almirante Brown esquina Tucumán, y se cruza con otro compañero del secundario, esta vez se encuentra con Ezequiel Miranda, abogado como Juan, se saludan, se palmotean porque suelen verse en los pasillos de vez en cuando. Juan le comenta que en enero se encontró con Javier Azurra en el puente de los candados, a lo que Ezequiel desconcertado le dice:
– ¿Pero cuándo?
– Ahora, hace un mes -A lo que su colega asevera- te habrás confundido. Entonces Juan replica:
– Pero sí, hombre, estuvimos charlando, buscaba un candado. Ezequiel rascándose la cabeza y con una leve mueca de incertidumbre, le dice:
-No puede ser, porque Javier murió en un accidente automovilístico hace catorce años, iba con su novia, fue en el sur, murieron los dos en el acto. Y estaba nevando.
Un puente al alma, candaditos, sonrisas y amor… Precioso relato! Gracias Nora!