Texto
Marcela Esperón
Docente- Lic. en Psicología
Especialista en Ciencias sociales con mención en Gestión Educativa
@marcelaesperon
Ilustración
Delfina Lucia Rey
Docente- Artista plástica
@delfina.lucia.rey
Cuando un niño o una niña ingresa en el jardín, adviene a un mundo especial de cuidado, juego y alegría. Un mundo que se diferencia de su cotidianeidad. Transita por una institución particular; pensada para niños y con un personaje central (la maestra o maestro del jardín), especialmente preparados para acompañar las trayectorias escolares.
Entre las cosas tan importantes que se brindan en el jardín y en los otros niveles educativos está la posibilidad de que la palabra circule, de que cada alumno o alumna se apropie de la palabra, tenga su propia voz y se exprese. Poder ubicar esa voz, que se recorta y distingue de las otras, permite adquirir confianza y permite, a su vez, el ejercicio del decir que es el que disminuye la acción. En este punto me refiero a que poder poner en palabras los pensamientos, las emociones, los sentimientos, brinda la posibilidad de disminuir un poco (aunque sea un poco) la violencia a la que se apela cuando no hay palabra disponible.
El poder decir tiene como contrapartida la sensación de seguridad, de arropamiento. Cuando alguien quiere decir algo, “se dice”, se cuida. En el decir, ese alumno o alumna ejerce un acto de libertad que le da la posibilidad de que algo no se exprese en forma violenta. Podríamos decir que la violencia física está en la orilla opuesta a la palabra. El poder decir generalmente va acompañado por un acto de reflexión sobre algo que ocurrió o algo que se pensó. El golpe es una reacción directa; es como un impulso que se siente frente a la falta de palabra como mediadora entre el sujeto y algo que le desagrada. Allí hay puro acto.
Desde luego podemos ver que en muchas oportunidades en las instituciones escolares suceden hechos de violencia. Se trata entonces de observar quiénes y en qué circunstancias se producen. La mayoría de las veces se trata de alumnos en cuyos hogares la cuestión física como respuesta es algo cotidiano. Es decir, hogares donde la palabra tiene poca circulación. En otros casos, se trata de niños o jóvenes que por alguna circunstancia personal o condición tienen como respuesta casi inmediata, el golpe.
La función tan importante de la escuela como dadora de palabra, nos permite no solo realizar una apuesta a una convivencia lo menos agresiva posible, sino también acostumbrarnos al ejercicio del decir. Cuando un alumno o alumna dice, se posiciona diferente a cuando no dice o no se le permite expresarse. Que cada estudiante reciba tácita o implícitamente la invitación a hablar por parte de sus docentes, le abre un mundo de posibilidades distintas a las que tiene en su propio hogar. Esto se observa con mayor facilidad en los alumnos que provienen de hogares de mayor vulnerabilidad…
Dar la palabra es una acción que realiza cada docente de cualquier disciplina y en cualquier momento de la clase. Algunos profesores o maestros tienen una relación más cercana, más trabajada con su propia palabra. Son quienes uno podría decir, los que “naturalmente” distribuyen la palabra con mayor facilidad… Son los que hablan y, al hablar, habilitan al otro a hacerlo. No se trata de un tema de locuacidad sino de la capacidad de expresar, de decir, de transmutar aquello que se siente. Estamos hablando aquí de convertir algo en otra cosa. Puede tratarse de un pensamiento o un sentimiento que se convierte en palabra.
Valorar esta posibilidad que brinda la escuela y, especialmente, los docentes, es rescatar otros de los aspectos positivos que tiene el pasaje por esta institución, más allá de todo lo que de ella se tenga para corregir o modificar. Pasar por la escuela es algo mucho más rico que pensar a la institución como la que hace que los chicos no estén en la calle. Es apostar a cambios que se viviencian y se verifican en las distintas trayectorias escolares. Es la rica tarea del maestro; es la apuesta cotidiana que cada uno realiza en el aula con cada alumno y cada alumna. Es un proceso que, algunas veces, no queda debidamente visibilizado, pero cuyos efectos cada personita que pasa por la escuela vivencia más allá de que pueda conceptualizarlo.
Esta posibilidad que tiene el docente de dar la palabra a quien no la tiene es la que marca la diferencia entre un silencio y un poder saber decir. Es la que habilita a hablar cuando algo duele; la que despliega alas para volar distinto.