Por Marcela Esperón. Lic. en Psicología, UBA. Prof. en Enseñanza Media y Superior en Psicología, UBA. Especialista en Gestión y Conducción Educativa, FLACSO
En muchos momentos reflexionamos junto a otros docentes o alumnos del Nivel Superior sobre la escuela (la de hoy, la de hace unos años) y vamos tomando registro de frases que se dicen sobre ella. Muchas son peyorativas, injustas y poco claras por parte de quienes no la transitan. Escuchar esas opiniones, a quienes la queremos y creemos en ella, nos produce un malestar enorme. Las críticas cuya intencionalidad sería mejorarla; corrigiendo errores y aportando innovaciones, son valiosas. Las críticas que no intentan producir modificaciones, son despiadadas y surgen del desconocimiento produciendo agotamiento auditivo.
Cuando alguien golpea mucho a una institución; de a poquito va perdiendo forma. Sus paredes no se modifican, pero algo de la mirada social la hace ver distinta. Se trata en algunos casos de golpes simbólicos, pero efectivos. Circulan sobre ella dichos que la lesionan y la desprestigian. En otros casos, los golpes son sobre la realidad y humanidad de los docentes (directivos, maestros, preceptores y auxiliares). Se podría llegar a pensar que entre ese golpe simbólico y el real y concreto hay algún tipo de relación. Si algo está demasiado desvalorizado, invita a ciertas personas ciertamente especiales, a ejercer violencia sobre lo que se desprecia. En muchas escuelas más de un docente ha sido golpeado por algún alumno, papá o mamá. Los familiares de los alumnos creen que tienen derecho a manifestar su desacuerdo mediante golpes; tal vez los mismo golpes que utilizan con sus hijos. Quizás, no está suficientemente claro que en la escuela (los que trabajamos en ella), no pegamos. En la escuela hacemos circular la palabra con mayor o menor eficacia, pero la palabra tiene un lugar de privilegio en nuestra institución. La “escuela apaleada” sigue siendo el sostén de la infancia y de la adolescencia; la que muestra que otros modos un poco más amorosos son posibles. Los maestros, además de sus saberes disciplinares, transmiten valores y formas diversas de pensar las cosas; formas creativas y no violentas. A pesar de los errores, la escuela sigue siendo el mejor lugar para niños y adolescentes.
Muchas veces me formulé la pregunta sobre qué le pasa a un niño que escucha en su casa hablar mal de la escuela y de las maestras y maestros. Se me fue armando la siguiente hipótesis que sostiene que, ese pequeño, empieza a sentir que al lugar al que asiste es desagradable, no sirve y que sus docentes no son respetables. Y uno quiere y cuida lo que valora, lo otro… Una vez instalada esta idea, cuesta mucho esfuerzo que los docentes puedan revertirla. Prevalece en muchos momentos por parte de los alumnos el desprecio hacia los docentes; desprecio que replican de la familia y de la sociedad.
Si bien no existen pociones mágicas para revertir esto agresivo que aparece sobre la escuela, hay intentos que valen la pena para no seguir sintiendo tristeza por la violencia y el desprestigio. Vale la pena porque cada niño o adolescente que queda por fuera de la escuela se pierde cosas importantes, porque al no asistir, les estamos robando el presente. Si pensáramos lo que sucede en términos de la tragedia griega, tendríamos que sostener que siempre el destino del héroe griego (haga lo que haga) es fatal. Por suerte, no se trata de eso en nuestra institución y podemos buscar el lado luminoso que queda en los docentes y escapar del destino trágico.
La escuela es un entrecruzamiento de fuerzas vitales, potentes y necesita ser acariciada y, tal vez, que resaltemos de ella todo lo bueno y lindo que sucede en su territorio. No se trata de oponer lo bueno a lo malo, porque si lo ponemos como en espejo; quedamos atrapados en un laberinto. Tener como guía y costumbre resaltar cada logro (por pequeño que parezca) para que todos los actores de la institución disfrutemos de los pasos que vamos dando juntos; ésos que hacen que nos sostengamos caminando frente a las dificultades internas y a las externas. Si nosotros en cada aula, en cada colegio y hacia afuera celebramos lo bueno que producimos, los modos de superar dificultades, las alegrías que sentimos, estamos apostando a una posible transformación. Cada vez que podemos enmarcar una pequeña cosa buena; nos decimos y les decimos a los otros que la escuela sigue valiendo la pena. Transmitir y compartir los avances de algún grado con el resto de los cursos, con las familias y con la comunidad, tiene un efecto multiplicador y apaciguador frente a todo golpe posible. Si junto a nuestros alumnos podemos celebrar y hacer público nuestros logros, tal vez y solo tal vez, podamos mostrar a los que no lo saben, que la escuela es creativa y sostiene a quienes la transitan.
Para cerrar esta reflexión me tomo el atrevimiento de recomendarles el cuento infantil “El punto” que está relacionado con lo que venía escribiendo; hay una narración muy linda de Luis María Pescetti en Youtube.
El presente artículo refleja la opinión personal de su autor y no corresponde necesariamente a la línea editorial de Trama Educativa.