
Por Karina Insaurralde
Licenciada en Educación
Cada año, en cada Universidad del país, estos últimos meses se transforman en una cuenta regresiva, en la sumatoria de noches sin dormir, entregas y exámenes. Sin embargo, en la Cátedra Lenguaje Visual 3 de la Facultad de Artes de la UNLP, se vive un ambiente de entusiasmo particular. No rinden un final lleno de teoría ni hacen una entrega que posiblemente pase a formar parte del living de sus casas, a sus manos llegan cuentos que se convierten en libros con destinatarios reales. Desde el año 2009 el trabajo de los y las estudiantes se convierte en un puente con la comunidad a través del proyecto Libros Ilustrados Solidarios, que se destinan a diferentes instituciones.
Con la cercanía ilusoria que nos da la tecnología me reúno, pantalla mediante, con Carlos Pinto, titular de la cátedra y Yanina Hualde, profesora adjunta, ambos licenciados en Artes Plásticas. En pocos minutos la entrevista se transforma en una charla amena, con el tono cálido que mezcla el oficio académico con la pasión. Carlos me cuenta sobre los inicios del proyecto: “La materia siempre fue de tercer año, pero no tenía proyección hacia la comunidad. Antes los trabajos quedaban guardados en un armario o se devolvían al estudiante. Hasta que un día, un profesor nos pidió libros infantiles para una biblioteca de la Fundación Creando Lazos, que trabaja con chicos con cáncer y sus familias. Y ahí nos hicimos una pregunta: ¿y si los hacíamos nosotros?”.
A partir de esa inquietud -simple, urgente, profundamente humana- nació un proyecto que cambió para siempre la dinámica de la cátedra. Los estudiantes ya no diseñan solo para aprobar una entrega: construyen libros originales seleccionados mediante una convocatoria a escritores, hechos a mano, destinados a instituciones de todo el país. Libros que no se quedan en los pasillos de la facultad, sino que viajan hacia hospitales, escuelas, bibliotecas populares o espacios de contención social.
El aula, de pronto, se volvió puente.
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La primera experiencia fue improvisada, casi artesanal. No sabían si funcionaría. “Nos preguntamos qué tipo de libros necesitaban los chicos, qué materiales, qué formato. Vinieron representantes de la fundación a contarnos su trabajo, y a partir de eso los estudiantes comenzaron a crear”, recuerda Carlos. “Al principio fue una locura, pero gustó tanto que decidimos seguir”.
El impacto fue inmediato. En esa primera entrega, los niños de la Fundación Creando Lazos hojeaban los ejemplares con una mezcla de sorpresa y ternura. Las tapas estaban pintadas a mano, las páginas cosidas con hilo de colores, los personajes dibujados con una sensibilidad que se intuía recién descubierta. En cada historia había algo más que un ejercicio académico: una intención de encuentro.
Con el tiempo, el proyecto se consolidó. Se incorporaron al Programa Nacional de Aprendizaje y Servicio Solidario del Ministerio de Educación, que les brindó capacitación y materiales. Desde entonces, cada año los estudiantes producen nuevos libros ilustrados y los presentan en una muestra abierta a la comunidad: Ilustranimada, que ya va por su edición número dieciséis.
Allí confluyen familias, docentes, escritores, bibliotecarios, instituciones receptoras y curiosas. Se trata de un ritual que mezcla exposición artística y celebración colectiva. “Es impactante el encuentro entre quien escribió el cuento y quien lo ilustró”, cuenta Yanina. “Hay mucha emoción, porque el libro cobra otra dimensión. Es el producto de un año entero de trabajo, de una relación que se fue tejiendo entre texto e imagen, entre palabra y trazo”.
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Cada historia parte de un texto original, muchas veces escrito especialmente para el proyecto. Los docentes convocan a autores y autoras de distintas provincias, e incluso del exterior. Han llegado relatos desde Jujuy, Córdoba, Costa Rica, España y Brasil, y todos encuentran su intérprete en los talleres de la facultad.
La dinámica es profunda. Desde la primera clase, los estudiantes leen los textos, los discuten, los interpretan. A veces una narradora profesional los dramatiza para que puedan escucharlos con otros oídos, sentir la música interna del cuento. “No es solo una práctica técnica, sino emocional. Queremos que se sensibilicen con el texto”, explican.
A lo largo del año, los alumnos diseñan los personajes, las escenas, la portada, el formato. Se preguntan cómo es ese protagonista que apenas asoma entre líneas: qué ama, qué odia, qué soñó la noche anterior al suceso narrado. Lo dibujan en papel, lo modelan en arcilla, lo piensan como si fuera real. “Les pedimos que se metan en el universo del personaje, porque no todo está dicho en el texto: deben descubrirlo a partir de lo que imaginan”.
En estos últimos años experimentaron la accesibilidad: audiolibros, versiones en Braille, textos traducidos al guaraní o narraciones acompañadas de paisajes sonoros. “Muchas instituciones nos piden que los libros puedan ser leídos o escuchados por todos, así que algunos van a la biblioteca Braille, otros investigan por su cuenta. Un chico incluso grabó a su abuela relatando el cuento que él había ilustrado”, cuentan.
Cada iniciativa abre nuevas puertas: los libros ya no son solo objetos estéticos, sino herramientas de inclusión, memoria y diálogo cultural.
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Con el paso de los años, el proyecto fue creciendo y ganando identidad. Ya no sólo se trata de donar libros, sino de construir comunidad a través de su trabajo. Porque la universidad pública es parte de lo que somos.
“Somos parte de la comunidad”, recuerda Yanina. “La universidad pública existe porque la financia la sociedad, y este tipo de proyectos devuelve algo de todo lo que se nos da. Cuando los estudiantes toman conciencia de eso, algo cambia. Empiezan a entender que su trabajo puede tener un impacto real”, agrega Carlos con contundencia.
En la muestra anual, esa idea se materializa. Los visitantes recorren las mesas repletas de libros únicos, escuchan las historias detrás de cada uno, reconocen el esfuerzo colectivo. “Se genera una conciencia de revalorizar la educación pública, de ver que desde la universidad se pueden modificar realidades concretas”, afirman.
La repercusión traspasa los muros académicos. Algunas instituciones utilizan los libros en espacios terapéuticos o en talleres de lectura. El arte empezó a circular como un diálogo de ida y vuelta.
“Nos emocionó ver que esos libros servían para algo más, que podían ayudar en procesos de aprendizaje o acompañar a chicos en momentos difíciles”, recuerda una de las docentes. “A veces el estudiante llega a la materia sin saber qué va a pasar, y termina el año conmovido, con otra mirada sobre su propia producción. Se dan cuenta de que lo que hacen tiene valor, que transforma”.
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En 2019, poco antes de la pandemia, decidieron digitalizar los ejemplares. Crearon una biblioteca en línea y luego incorporaron los archivos al repositorio institucional de la Universidad Nacional de La Plata, donde se conservan junto con otras producciones académicas.
“Al principio nos dio pudor, pensábamos que ese repositorio era solo para investigaciones científicas, pero desde la universidad nos dijeron que todo lo que se produce forma parte del patrimonio académico”, cuentan. Hoy, esos libros pueden leerse desde cualquier parte del mundo: son publicaciones con valor académico y, al mismo tiempo, gestos de humanidad convertidos en papel y tinta digital.
Esa doble condición -arte y compromiso, creación y servicio- es la que mantiene vivo el espíritu del proyecto. En cada nueva camada de estudiantes, la experiencia se renueva. Hay quienes hacen tres copias de su libro “para que llegue a más chicos”; quienes se reencuentran con escuelas donde estudiaron de niños y ahora donan allí su obra; quienes descubren en este ejercicio solidario su verdadera vocación profesional.
“También hay algo laboral, claro -reconocen los docentes-. Muchos padres se preguntan de qué va a trabajar alguien que estudia Artes Plásticas. Pero acá se dan cuenta de que existen las industrias culturales, la animación, la edición, el cine, la publicidad… Y sobre todo, que el arte tiene un rol social. No se trata solo de vender cuadros: se trata de construir sentido”.
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En la charla, Yanina y Carlos se complementan, terminan las frases del otro. A veces ríen al recordar anécdotas, otras bajan la voz para contar una historia que todavía los emociona. En el fondo se percibe algo más grande que un proyecto educativo: una manera de entender la universidad como un organismo vivo, como un espacio en el que sucede mucho más que el aprendizaje y la investigación. Un espacio que enseña, pero también transforma.
Los libros ilustrados de Lenguaje Visual 3 no son solo objetos estéticos: son puentes de papel entre el aula y la sociedad, entre la sensibilidad artística y la comunidad. Cada página guarda la huella de un estudiante que descubrió el poder de narrar con imágenes, de una docente que creyó en la educación como herramienta de encuentro, de un escritor o escritora que verá su historia convertida en objeto, de un niño que encontró en la lectura una forma de consuelo.
La entrevista termina, pero las voces quedan resonando. “Hasta que no entendés lo fundamental que es tu labor, no comprendés la potencia de trabajar para la comunidad, desde la comunidad y con la comunidad”.
En esa frase se condensa el espíritu del proyecto y, acaso, una certeza mayor: que la universidad pública no solo forma profesionales, sino ciudadanos capaces de imaginar un país más justo, más sensible y más humano.