
Por Karina Insaurralde
Licenciada en Educación
La Paz, ubicada hacia el este de la provincia de Mendoza y atravesada por la RN 7, suele asociarse con calma y tranquilidad. Sin embargo, el último miércoles esa paz se quebró.
A las 9 de la mañana, una alumna de 14 años de la Escuela Marcelino Blanco ingresó al establecimiento portando un arma. Disparó al aire, apuntó contra sus compañeros y exigió la presencia de una preceptora y un alumno a quienes acusaba de hostigarla, amenazando con matarlos antes de entregarse. Recorrió pasillos y aulas golpeando puertas con el arma y mostrando el cargador a sus compañeros. También pidió ver a una docente de la institución.
La policía acudió tras un llamado de alerta y la encontró atrincherada en el patio. Tras más de siete horas de negociación, alrededor de las 16, un equipo especializado logró que entregara el arma. La adolescente fue trasladada en ambulancia a un hospital y quedó bajo atención del área de Salud Mental.
Los medios transmitieron la noticia en vivo y las especulaciones no tardaron en aparecer: desde críticas a una docente demasiado exigente hasta hipótesis sobre problemas de salud mental. El viernes, la comunidad educativa retomó las actividades habituales con un taller para poner en palabras lo sucedido. Y la historia parece haber terminado allí.
Hasta hace poco solíamos pensar que la violencia escolar era un fenómeno lejano, propio de países como Estados Unidos, donde los tiroteos en escuelas se volvieron frecuentes. Sin embargo, ya tuvimos antecedentes en Argentina: Rafael Calzada en el año 2000 y Carmen de Patagones en 2004. Hechos que no deberíamos seguir mirando como excepciones.
Los calendarios educativos de todas las jurisdicciones incluyen actividades de reflexión sobre ESI, bullying y salud mental. Talleres que se realizan con buena voluntad, pero cuyos resultados tangibles suelen ser limitados, muchas veces por falta de formación específica.
Es innegable que no podemos seguir observando el fenómeno desde afuera. Entonces, ¿qué podemos hacer?.
En un mundo atravesado por las redes sociales, donde los adolescentes conviven con retos de TikTok, discursos de odio y una cultura que muchas veces premia lo superficial, nuestro rol como docentes se vuelve crucial. No alcanza con transmitir contenidos académicos: debemos acompañar, contener y guiar a nuestros estudiantes en la construcción de una identidad sana y en el desarrollo de habilidades socioemocionales.
Para ayudar a los chicos necesitamos generar espacios seguros en la escuela, donde puedan expresarse sin miedo al juicio o la burla. Es fundamental escucharlos, darles herramientas para analizar críticamente lo que consumen en redes y promover valores como la empatía, el respeto y la solidaridad. Trabajar en proyectos colectivos, fomentar el pensamiento crítico y abrir instancias de diálogo puede marcar la diferencia, porque lo que sucede en la calle y en las redes se traslada a nuestras aulas.
Los adolescentes necesitan adultos presentes, atentos y formados en problemáticas actuales. Como educadores tenemos la responsabilidad de mostrarles que su valor no depende de un “me gusta” o de un desafío viral, sino de lo que son y de lo que pueden construir con otros. También debemos exigir formación y acompañamiento de las autoridades educativas, y trabajar en conjunto con las familias para sostener a los chicos en su vida cotidiana.
Solo así podremos contrarrestar la violencia simbólica y el vacío de lo superficial, construyendo una escuela que no sea solo un espacio de aprendizaje, sino también de cuidado, sentido y futuro.
El presente artículo refleja la opinión personal de su autora y no corresponde necesariamente a la línea editorial de Trama Educativa.