
Por Karina Insaurralde
Licenciada en Educación
El salón de actos está lleno, los chicos siguen hablando a pesar de los reiterados pedidos de silencio. Terminó el himno y las banderas ya están nuevamente en dirección. Una cueca cuyana suena en el parlante de la escuela, un grupo de niños baila al compás de la música mientras los flashes de madres y padres emocionados iluminan el lugar.
A la salida, Marina le pregunta a su hija si se acordaba qué se festejó en el acto, “a San Martín, el del caballo que cruzó unas montañas”. Marina sonríe y siguen su camino. Esta escena, inspirada en miles de situaciones similares, pinta de cuerpo entero una parte de la vida diaria de nuestras escuelas.
Los actos escolares surgen en el siglo XIX, en el marco de un proyecto político que perseguía la consolidación nacional, en el país de los barcos llenos de inmigrantes, de los conventillos que se convertían en pequeñas “Torres de Babel”, con idiomas y costumbres diversas que luchaban entre la adaptación y la conservación. Y la escuela, escenario por excelencia de rituales aleccionadores, fue el lugar elegido como amalgama de una sociedad que necesitaba reconfigurarse y reescribir la “argentinidad”. Con los años, el acto escolar se convirtió en parte innegociable de la rutina escolar, un momento que los chicos y chicas más extrovertidos esperan con ansias y las familias de los más chiquitos disfrutan emocionados. Sin embargo, pocas veces nos preguntamos sobre el sentido pedagógico de éstos.
Bailamos cuecas cuyanas que no existían mientras San Martín vivió en nuestra tierra, candombes con pañuelos a lunares que vinieron mucho después de 1810 o pintamos sombreritos de granaderos cuyo origen desconocemos… San Martín se convierte en el señor que cruzó las montañas a caballo y el 25 de mayo llovía y “todos querían saber de qué se trata”. El acto se convierte en una muestra hollywoodense y los docentes terminamos, en medio de la vorágine de planificaciones, proyectos y tiempos que nos corren, convirtiéndonos en el bebé que intenta encastrar el bloque triangular en el orificio cuadrado.
¿Qué pasaría si un día ponemos los actos en discusión? Ya no somos aquella sociedad que necesita amalgamarse, pero vivimos en un momento complejo en el que volvimos a discutir qué modelo es bueno para Argentina, si queremos ser solidarios y empáticos o individualistas y egoístas. Estamos insertos en un mundo en el que las fake news se convierten en verdades irrefutables y las redes sociales tienen más peso que los libros. En este contexto, los actos escolares, y la enseñanza de la historia en general, pueden convertirse en herramientas para formar pensadores críticos, para instalar la pregunta como motor del aprendizaje. Permitir preguntarnos junto a nuestros y nuestras estudiantes qué bailes estaban de moda en aquella época, qué telas se comercializaban o analizar la vida de la época a través de fuentes históricas para entender el accionar de los próceres tal vez no se conviertan en videos para mostrar en redes sociales, pero pueden dejar aprendizajes para toda la vida.
Tal como nos alertaba Paulo Freire: “El origen del conocimiento está en la pregunta, o en las preguntas o en el mismo acto de preguntar: me atrevería a decir que el primer lenguaje fue una pregunta, la primera palabra fue, a la vez, pregunta y respuesta, en un acto simultáneo”.
Permitamos el ingreso a las aulas de la duda, hagamos que la curiosidad se convierta en un motor para lograr aprendizajes significativos. Escrudiñemos la historia para permitir a nuestros y nuestras estudiantes sentar las bases para construir un futuro mejor, porque saber de dónde venimos lleva necesariamente a buscar quiénes queremos ser.