Por Libertad Martínez Larrañaga[1]

La pregunta por la relación entre justicia y educación no es una novedad. Filósofos y pedagogos se han interrogado por siglos, y lo siguen haciendo, por las condiciones en que los espacios de enseñanza habilitan u obturan, garantizan o restringen las posibilidades de una vida más justa para las personas. En un mundo convulsionado y profundamente injusto como el que nos toca vivir, los educadores tenemos el desafío (y la responsabilidad) de considerar nuestras prácticas desde la óptica de la justicia. Ahora bien, ¿sería posible, siquiera, ponernos de acuerdo en qué es lo que consideramos justo? Y aún si lo hiciéramos, ¿cuál sería nuestro rol como educadores en esta búsqueda de justicia? Sería interesante poder poner en perspectiva estos interrogantes, antes de avanzar y tratar de responderlos.

En primer lugar, tenemos la cuestión de la definición de lo que podríamos considerar justo en nuestro contexto. La larga trayectoria de debates y polémicas sobre la relación entre justicia y educación se renueva a la luz de los nuevos desafíos que afrontan los sistemas educativos, desde que el año pasado la transición obligada a la virtualidad nos puso a los educadores frente a la necesidad de reformular todo nuestro proceso de trabajo. Por supuesto, la responsabilidad central de garantizar que la virtualización forzada no profundice la brecha educativa ya existente entre estudiantes le corresponde al Estado, y debe ejercerla facilitando el acceso a recursos, conectividad, materiales, y un largo etcétera. Ahora bien, suponiendo que esos elementos básicos estuvieran cubiertos, los educadores podríamos preguntarnos cómo desarrollar prácticas de enseñanza en estos nuevos entornos que no sólo no multipliquen, sino que apunten a enfrentar las situaciones de injusticia. Y en este caso, la interrogación filosófica puede venir en nuestro auxilio.

La filósofa Nancy Fraser plantea una distinción entre los discursos sobre la justicia en términos de normales y anormales que puede sernos útil: haciendo una analogía con la distinción khuniana entre “ciencia normal” y “ciencia anormal”, podemos ver que los discursos sobre justicia son normales siempre y cuando la discrepancia pública o la desobediencia respecto a sus supuestos constitutivos se mantenga bajo control (Fraser, 2008). En una situación de justicia normal, los contendientes comparten suposiciones sobre qué constituye una reivindicación inteligible de justicia: el tipo de actores que tienen derecho a realizar un reclamo de justicia (por ejemplo, los individuos integrantes de una comunidad política determinada); en qué marco pueden realizarse los reclamos (siguiendo el ejemplo, en las instituciones judiciales de su Estado); y cuál es el procedimiento por el que pueden resolverse las disputas (las leyes que los obligan). Según la autora, en la actualidad la situación de “anormalidad” constituye la norma y no la excepción, en la medida en que están puestos en cuestión los supuestos más básicos sobre qué es, cómo funciona y entre quiénes puede exigirse justicia.

Ahora bien, ¿cómo podrían estas consideraciones, pensadas para un análisis a escala global, ayudarnos a pensar las condiciones de construcción de justicia en los espacios de enseñanza? Pensemos en la posibilidad de proyectar su forma de análisis a las circunstancias de injusticia que se dan en entornos institucionales, en condiciones de anormalidad que impugnan los mecanismos de tradicionales de evaluación de qué es justo y qué injusto en dichos contextos. En este caso: los espacios de enseñanza institucionalizada, durante la virtualización forzada por la pandemia. Así, podríamos establecer una relación entre los tres tipos de reivindicaciones de justicia en términos de Fraser y diferentes necesidades de justicia en entornos educativo, valiéndonos de categorías de análisis desarrolladas por investigadores de distintas disciplinas.

La autora sostiene que “superar la injusticia implica desmantelar los obstáculos institucionalizados que impiden a algunos participar en un plano de igualdad con los demás”. Podemos empezar preguntándonos, por ejemplo, si en la selección y planificación del currículum rediseñado a partir de la transición a la virtualidad se considera la distribución social desigual del conocimiento científico. Tener en cuenta esta dimensión de justicia cognitiva (Sousa Santos, 2009, 2017) puede motivarnos a presentar y valorizar saberes diversos, incluso aquellos que tradicionalmente quedan por fuera de la monocultura científica, atentos a las demandas por una redistribución más equitativa del conocimiento durante estas condiciones de excepcionalidad.

En segundo lugar, hemos mencionado las exigencias de reconocimiento que determinados colectivos y comunidades pueden tener al interior de una sociedad. Esto puede llevarnos a evaluar, en nuestro contexto educativo, en las formas de trabajo de desarrollamos durante estos meses teniendo en cuenta las necesidades, intereses y deseos de nuestros estudiantes. Si durante la presencialidad ya sabíamos que no es posible hacer planificaciones estandarizadas que, como una prenda talle único, le queden bien a todos, ¿por qué la situación sería distinta en la virtualidad? Nos estaríamos planteando, así, un análisis desde la perspectiva de la justicia curricular (Connel 2006, Torres 2011), que evalúe si la presentación y tratamiento de los temas se hace teniendo en cuenta su significatividad para los estudiantes y la comunidad de la que forman parte.

Finalmente, hemos visto que los pedidos de participación efectiva en las interacciones sociales son descritos por Fraser como demandas de representación. ¿Cómo podríamos contemplar si nuestras prácticas de enseñanza atienden a estas demandas? En este caso, el concepto de justicia epistémica (Fricker, 2017) puede sernos de utilidad. Esta categoría es deudora de análisis anteriores en epistemología feminista, como la noción de conocimiento situado (Haraway, 1985; Harding, 1996) y se utiliza para describir diversas formas de injusticia ejercidas contra personas integrantes de grupos socialmente desaventajados en tanto sujetos productores o receptores de conocimiento. Es decir, se trata de un daño extra a quienes ya sufren discriminación o se ven marginados en otros ámbitos de la vida social, en este caso particularmente en su calidad de sujetos cognoscentes. Este elemento se vuelve de suma importancia en la medida en que estamos considerando las posibles injusticias que puedan presentarse en un entorno como la escuela, donde la creación y distribución del conocimiento es una tarea central.

Miranda Fricker describe dos tipos de injusticias que pueden ser cometidas contra las personas en términos epistémicos. En primer lugar, las injusticias testimoniales implican la exclusión de un sujeto debido a un prejuicio identitario por parte del oyente: se trata de los casos en que la palabra o el testimonio de determinadas personas no es tenido en cuenta, excluyéndolo de la posibilidad de aportar su conocimiento a la sociedad. Por otro lado, la injusticia testimonial implica una exclusión basada en prejuicios sobre lo que se dice o cómo se lo dice, dificultándole al sujeto la comprensión de sus propias vivencias, y por extensión dañando a la capacidad social de dar sentido a sus experiencias de vida. Con estas cuestiones en mente, podríamos considerar si nuestras prácticas de enseñanza actuales reconocen apropiadamente la autoridad epistémica de los estudiantes (justicia testimonial), y si promueven la posibilidad de que éstos puedan ser agentes activos y creativos que aporten nuevos conceptos y categorías a la comunidad educativa de la que forman parte (justicia hermenéutica).

La situación de absoluta novedad en que nos encontramos nos motiva a pensar en estas y en otras formas posibles de examinar nuestras prácticas como educadores, pero sin perder de vista el horizonte que nos llama: la búsqueda de espacios más justos. Partimos de la convicción de que la utilización de los nuevos medios no puede reducirse a trasladar a la virtualidad la estructura del aula tradicional, reforzando la centralidad de la figura docente y el sentido unidireccional de circulación del conocimiento. Pero al mismo tiempo, somos conscientes que el uso de soportes tecnológicos por sí solo no garantiza la creación de espacios de enseñanza donde se atienda a los múltiples intereses de los estudiantes, o se construya junto a ellos las herramientas conceptuales para que puedan describir sus propias experiencias. Muy por el contrario, las circunstancias concretas de cada caso llevan a escenarios desiguales, con resultados diversos, sin fórmulas mágicas. En todo caso, la revisión conceptual que hemos llevado adelante hasta aquí puede ser una guía, una inspiración para contemplar nuestra tarea como docentes bajo una nueva luz.

Bibliografía
-Connell, R.W (2006) Escuelas y justicia social. Madrid: Morata.
-Fraser, N (2008)Escalas de justicia. Barcelona: Herder
-Fricker, N. (2017) Injusticia epistémica. El poder y la ética del conocimiento, Madrid: Herder.
-Haraway, D. (1985) «Manifesto for Cyborgs: Science, Technology, and Socialist Feminism in the 1980s», Socialist Review, 80, pp. 65–108.
-Harding, S. (1996) Ciencia y feminismo. Madrid: Morata
-Morgade, G. (2008) “Educación, relaciones de género y sexualidad: caminos recorridos, nudos resistentes” en A. Villa (comp) (2008) Sexualidad, relaciones de género y generación: perspectivas históricas. Buenos Aires: Noveduc.
-Sousa Santos, B. (2017) Justicia entre saberes: Epistemologías del Sur contra el epistemicidio. Madrid: Morata
-Torres, J. (2011) La justiciar curricular. El caballo de Troya de la cultura escolar. Madrid: Morata


[1]Profesora en filosofía, docente en nivel medio y superior. Integrante de la cátedra de Didáctica General de la UNMDP y becaria de investigación en esa universidad. Maestranda en Educación y Pedagogías Críticas (UBA).

Comentarios